NUEVA YORK, Y LOS CONTRASTES
SOCIALES EN PLENO PRIMER MUNDO
Recuerdo que al llegar de madrugada a Nueva York, el taxista que me condujo hasta mi hotel debía ser el último servicio que realizaba, pues además de no tener prisa en la carrera, se explayó durante un buen rato intentando saciar su curiosidad con mil y una preguntas. Y la verdad sea dicha, también yo tenía ganas de charlar y saber algo más de aquella ciudad pero de boca de uno de sus habitantes.
El taxista en cuestión resultó ser de origen, cómo no, hispano, y una de las respuestas que más le sorprendió fue cuando le indiqué las diferencias en materia de derechos sociales que existen entre Europa y EE.UU. Para aliviar su curiosidad respecto a qué tal se vivía en el viejo continente, le indiqué las ventajas que cualquier ciudadano de nuestro país tiene en sanidad, educación o pensiones, a lo cual no tardó en mostrarme su incredulidad por todo aquello que le estaba haciendo saber. Pero para que viese que todo lo que le estaba contando no eran exageraciones simplemente para hacerle ver que, en ese sentido, el lugar del que procedía era un sitio de ensueño comparado con su ciudad, le comenté que existían otros países como Dinamarca, Noruega, Finlandia y Suecia en donde esas mejoras sociales se multiplicaban por tres o por cuatro. Y tan pronto terminé de relatarle algunas de esas mejoras, se giró hacia mí y, con el rostro serio y certero me dijo, “pero oiga, eso es comunismo, ¿no?”.
Bien, fue entonces cuando le hice saber que estos países tienen una honda tradición democrática y que, si actuaban de esta forma, era porque habían conseguido desarrollar con los años un tipo de sociedad solidaria creada a través del pensamiento y la equidad. La verdad es que en Europa nos quejamos, y con razón, de la poca información de provecho que se nos suele dar en los medios de comunicación convencionales, pero por lo que parece la realidad de los EE.UU. en este sentido es para ponerse a temblar. Sí, ahora comprendo, viendo su “cultura general”, cómo le cuesta tanto a Obama instaurar definitivamente un sistema público sanitario.
Pero al margen de esta anécdota, en cierto modo bastante significativa para saber la forma de pensar de esta gente, y eso que Nueva York es una de las ciudades más progresistas de los EE.UU., mi objetivo fue informarme lo antes posible acerca de cómo sería la forma más práctica de visitar sus dos grandes barrios: Manhattan y el Bronx. Tenía claro que el primero lo visitaría caminando, pues sin duda es la forma más eficaz y atractiva de visitar cualquier ciudad. Pero respecto al Bronx tenía mis dudas, pues por lo que había averiguado, este barrio todavía seguía siendo bastante inseguro a pesar de haber mejorado en los últimos años en este sentido. Fue entonces cuando le pregunté a un lugareño que me indicara cómo debía hacerlo, a lo cual me respondió rápidamente que: “¿para qué quiere visitar el Bronx, si ahí no hay nada que le pueda interesar a un turista? Como mucho, ver el estadio de los “yanquis”, y para eso lo mejor es contratar una excursión en alguna agencia”, me acabó diciendo. Pese a todo, le indiqué que mi curiosidad iba más allá, que lo que pretendía era ver la forma de vida de ese barrio, y fue en ese momento cuando, al darse cuenta de mi curiosidad, me contó algunas de las cosas que suelen suceder en sus dominios. Me advirtió que no fuera caminando hasta allí, que cogiera un taxi, pero que tuviese en cuenta que éstos, por regla general, se negarían a llevarme por la noche. Y tras hacerme esta indicación, aquel lugareño intentó explicarme, como acabo de decir, esas cosas que no te suelen contar en los medios de comunicación.
Así pues, y por lo que me comentó el mencionado lugareño, el “Bronx” es un barrio en el que, en cierto modo, la vida no vale casi nada y en donde la supervivencia es prácticamente la única pertenencia real que sus habitantes guardan en su escaso equipaje. Por lo que parece, el alto grado de delincuencia hace que todo tenga un precio, pero a la baja, mientras que la media de vida de sus habitantes se sitúa por regla general por debajo de la de sus vecinos de Manhattan. Los traficantes, en el Bronx, no suelen esconder sus moradas a los agentes de la ley, sino que más bien los retan para poder calibrar realmente su fuerza, pues según me explicó, y más tarde pude ver yo mismo, en algunas calles varias decenas de zapatillas colgadas en los cables del tendido eléctrico simbolizaban el control del territorio, como si de una jauría hambrienta de leones se tratara.
Muchos de estos marginados sociales son los reyes de la miseria, y también, de la noche. Ésta, la noche, los encumbra por unas horas a sentirse dueños de todo, a pensar que están por encima del bien y del mal. No importa el futuro, puesto que al parecer no lo tienen, y la inmediatez de sus actos es la única recompensa terrenal que la vida les pueda dar. Vida y muerte se mezclan en la oscuridad hasta que el sol vuelve a despuntar, declarándose entonces una tregua momentánea hasta que la gran estrella nuevamente desaparece. Una vez oculta de nuevo, la jauría humana vuelve a tomar las calles sin saber si volverán a contemplar un nuevo amanecer, ése que sólo está reservado a los más fuertes, pues el mundo de la claridad no les pertenece. Por caprichos del destino han nacido en un barrio pobre, y su marca la llevarán posiblemente de por vida. El mundo de la opulencia los ha relegado a un segundo plano, o más bien a un tercer o cuarto plano, pues por lo que parece salir de ese círculo vicioso no consiste simplemente en ser honesto o trabajador, ya que la entrada al gran mundo de los opulentos sólo les está permitida a los ricos o, en el mejor de los casos, a alguien que pudiera ofrecerles algo a cambio.
Pero lo más curioso de todo es que la precariedad e inseguridad de este barrio neoyorquino sólo dista unos cuantos metros de la riqueza y opulencia de Manhattan, un cambio radical teniendo en cuenta que tan sólo un puente los separa. Dos barrios contiguos, pero dos mundos totalmente diferentes. Cruzar el puente supone algo más que cambiar de barrio o distrito, puesto que en realidad eso significa abandonar una pesadilla para por fin empezar a soñar. Aquel puente que metafóricamente separa la esperanza de la resignación representa todo aquello que muchos han soñado durante su niñez, un paraíso de opulencia en el que los elegidos realizan sus verdaderos sueños, y no unos sueños frustrados como por regla general se puede observar cada mañana en el Bronx. Manhattan, en cambio, es el mundo de los triunfadores, ese mundo en el que generalmente sus habitantes no suelen mirar de reojo ya que su única meta suelen ser ellos mismos, aunque en la otra parte del puente la esperanza no tenga ninguna oportunidad.
En realidad, por lo que parece a mucha gente pudiente se la ha educado en la creencia de que este mundo en el que vivimos es un mundo de supervivientes y ellos son, precisamente uno de ellos, y si las futuras generaciones del Bronx u otros lugares del planeta no pueden salir de la miseria, ese no es su problema, sino el de otros o, en todo caso, el del desdichado destino de esas pobres gentes. Manhattan pues, parece que sea el techo del mundo, un lugar desde donde se observa por encima al resto de edificios de los barrios colindantes y a los miles de neones que adornan las magníficas avenidas de esta espectacular y rica ciudad. En este barrio no suelen haber fábricas, pues lo único que se produce a gran escala en él es dinero y glamour. Los agentes de bolsa, vestidos impecablemente por los mejores modistos, comparten las aceras con las actrices y modelos de altos vuelos que, escoltadas en todo momento por sus lujosas limusinas, invaden teatros y boutiques de alta costura. Y entre todos ellos, aquellos otros triunfadores venidos de cualquier lugar del mundo los cuales pasean sus excelencias dejándose ver por una plebe venida de otros barrios que tan sólo sirve posiblemente para dar un toque de color y vistosidad a Manhattan y para, evidentemente, mantener con vida los engranajes de este deslumbrante y glamoroso rincón del planeta.
Tras abandonar Nueva York, una inquietante sensación, además de una terrible y constante pregunta, invadió mi mente: si los mandatarios del primer mundo son capaces de consentir estas desigualdades entre sus propios súbditos, ¿qué no serán capaces de consentir en el llamado tercer mundo?
Víctor J. Maicas
*escritor.