jueves, 23 de diciembre de 2010

Víctor José Maicas. Artículo.




 KENIA: MISERIA DE UN MUNDO RICO

Aterricé en el aeropuerto de Nairobi a la espera de iniciar, al día siguiente, un safari fotográfico que hacía tiempo tenía pensado realizar. Decidí entonces aprovechar el día paseando por el centro de la ciudad para así “husmear” en la forma de vivir de aquella gente, pero rápidamente fui advertido de que ni tan siquiera en el centro de la misma podían garantizar la seguridad de un turistiko cual me hizo intuir la penuria en la que debían vivir la mayor parte de sus habitantes. Me ofrecieron entonces una típica excursión por los alrededores, por lo que pude observar cómo alrededor de la urbe se situaban unos inmensos poblados de chabolas.
A media tarde, y de regreso a la ciudad, comprobé cómo a un lado y otro de la carretera oleadas de personas abandonaban el centro de la misma para dirigirse caminando hacia sus hogares de hojalata. Curiosamente charlaban y reían, quizá aliviados por el fin de la jornada laboral, ajenos casi con toda probabilidad al drama que suponía vivir en aquellas condiciones. No creo que esta gente sea conocedora de nuestra cómoda forma de vida, pues estoy convencido de que al vernos deben pensar que somos unos de esos pocos elegidos, como en su país, que tienen una forma de vida con privilegios. Pasé la noche meditando todo esto, en lo que había visto, intentando pensar que el día siguiente sería diferente; que la gente del campo viviría en mejores condiciones, ya que las grandes urbes siempre llevan consigo guetos de marginación. ¡Gran error!
El camino que debía llevarme a Masai Mara estaba plagado de aldeas más miserables que lo que había visto alrededor de Nairobi, y a diferencia de allí, éstos ni tan siquiera tenían trabajo. Observé cómo niños y mujeres caminaban por aquellos «caminos», por decir algo, llenando tinajas de agua en charcas aparentemente insalubres. Mi guía me indicó que había niños que recorrían hasta diez kilómetros descalzos para ir al colegio, lo cual pude comprobar, y que eran afortunados porque al fin les habían construido unos barracones para al menos dar las clases con un mínimo de condiciones. Recuerdo cómo en una parada que hicimos para estirar las piernas y tomar un café, un muchacho de unos veinte años se me acercó y me dijo si le podía dar un bolígrafo para su hermano pequeño, ya que conseguir material escolar era todo un lujo para ellos. Revolví de arriba abajo mi mochila sin encontrar tan valioso tesoro, a lo que el muchacho respondió con un sentido pero amable «no importa». Fue tal la decepción que vi en sus ojos, que empecé a revolver con unas ansias tremendas aquella maleta tan bien organizada que llevaba en el interior del vehículo. Al fin lo encontré, debajo del neceser, entre la ropa interior y las camisas impecablemente planchadas hasta ese momento. Era un bolígrafo de cuatro colores, esos que hicieron las delicias de mi generación en los años de colegio. Llamé su atención insistentemente con mis brazos levantados, a lo que el muchacho respondió acercándose rápidamente. Sus ojos se iluminaron de tal forma, que no dejó de darme las gracias hasta que nos marchamos. La gratitud de esta gente es tan inmensa, que un simple detalle sin importancia para nosotros se convierte en todo un motivo de satisfacción para ellos. No tienen nada, saben que nosotros lo tenemos todo, y simplemente un gesto nuestro hacia ellos, lo consideran más que suficiente para mostrarnos toda su gratitud.
Al continuar la marcha, el guía me indicó que íbamos a coger la carretera Transafricana, que era la que unía los países interiores del continente con el mar. Mis ojos no daban crédito al ver aquella «autopista» plagada de baches, ¡qué digo baches!, enormes socavones que los vehículos trataban de sortear como si de un juego se tratase. Era increíble ver cómo los coches venían en varias filas de frente, sorteando dichos «cráteres» y a cuantos vehículos se les cruzaban en sentido contrario. Todo me sorprendía, no había nada que no observase con extrañeza, como si de una «macabra» broma se tratase. Pero todo se diluyó cuando al cabo de unas horas empezamos a entrar en los dominios de la reserva.
Las llanuras del Masai Mara son posiblemente uno de los lugares más bellos de la tierra. Su naturaleza salvaje se mezcla con la vida pausada y tranquila de sus habitantes, los masai. El pueblo masai sigue viviendo básicamente como hace cientos de años. Siguen sus costumbres, sus tradiciones tanto culturales como económicas. Su economía se basa en la ganadería y no conocen fronteras, ya que según me indicaron se mueven tranquilamente entre los territorios keniatas del Mara y los tanzanos del Serengeti, sin ningún tipo de trámite burocrático. Visité sus aldeas, evidentemente humildes, pero no vi en ningún momento indicios de desnutrición en sus niños ni ropajes harapientos en sus mayores. Tienen una vida digna, muy similar a la de sus antepasados, pero totalmente diferente a todas aquellas personas que había dejado atrás hasta llegar allí.
Fue entonces cuando comprendí que alguna responsabilidad tenían nuestros ricos países en todo esto. ¿Qué hubiese pasado si les hubiésemos dejado en paz? Posiblemente vivirían austeramente, no lo niego, pero estoy convencido de que no hubiesen llegado al nivel de miseria y hambruna al que les hemos abocado. Los masai siguen viviendo dignamente, como supongo que hubiese hecho el resto del país. Pero entonces, ¿por qué a los masai se les ha consentido? Sin duda, pienso que no es por nuestra benevolencia, sino porque la conservación de esas tierras en las que viven supone una importante inyección económica para los mandatarios gubernamentales, además de un lugar donde expandirse la «gente bien» del primer mundo. Son, por decirlo de alguna forma, como esos parques naturales que protegemos en nuestros países ante la especulación urbanística y que nos sirven para tranquilizar nuestras conciencias y hacer alguna escapada de vez en cuando. Así pues, gracias a Dios o a quien le corresponda, los masai han tenido la suerte que el resto de sus conciudadanos no han tenido, esos precisamente que frente a tanta miseria deciden dejar a sus seres queridos y arriesgar sus vidas para llegar a nuestro mundo, ese mundo de ensueño en el que todo es posible al observar nuestra forma de vida. ¡Pero claro, nuestro mundo es para nosotros!, no sea cosa que a estos «desarrapados» se les ocurra venir a enturbiar nuestro bien merecido paraíso económico: «Que vengan si nos hacen falta, y luego que se vuelvan a marchar», son típicos comentarios al respecto que puedes escuchar en la tertulia de cualquier bar, en cualquier ciudad del primer mundo.
Po lo tanto, y en resumidas cuentas, puedo decir que en aquel viaje comprendí que había un nexo de unión entre nuestro mundo y el de ellos, la miseria, la suya en su forma diaria de vida, y la nuestra instalada en nuestros corazones. Unos corazones fríos y miserables como sociedad, ajenos a todo aquello que suponga perder algo de calidad de vida. Estamos cegados por el consumismo y el aparente bienestar, intentando convencernos de que nosotros no somos en absoluto responsables de las miserias de otros. La mayoría de los turistas vienen y se van quedándose sólo con la grandiosidad de sus paisajes, intentando recluirse en sus «hoteles-búnker» y cerrando los ojos por si camino al aeropuerto contemplan algo que sus sensibles corazones y estómagos no puedan digerir bien. Habrá quien piense en «nuestro mundo de bienestar» que nuestra sociedad no tiene ninguna responsabilidad con esta gente, pero aquella experiencia en Kenia me hizo pensar que posiblemente la industrialización del siglo XX sólo ha hecho que las diferencias entre el primer y el tercer mundo se hayan acrecentado por la explotación incontrolada por parte de los primeros, de los recursos naturales de estos países.

Víctor J. Maicas
*escritor

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