¡QUÉ LÁTIGO EL DEL NEGRERO!
El Roca Negra, barco esclavista de la compañía británica New World Sea Traders, apareció en el interior de la isla de Nueva Guinea, a gran distancia de la línea de costa. Un misterio aún no resuelto que desveló la gran tragedia del comercio de esclavos al encontrar en su interior restos de seres humanos con los grilletes sujetándoles a la pared. De esto hace ya muchos años, sin embargo, en las bodegas de El Roca Negra resuenan todavía los latigazos, los lamentos y el llanto de desesperación de los hombres y mujeres que tuvieron la desgracia de ser su pasaje. Todavía sube hasta la cubierta el hedor de los cuerpos sudorosos, hacinados en sus propias heces, por un transporte que les convertía en pura mercancía de la más baja consideración, que tras ser vendida con no poco lucro para el negrero, pasaba a convertirse en mano de obra gratis para el esclavista, del que dependía la vida y la muerte de los esclavos.
Pero El Roca Negra, el Henrietta Marie…, y otros muchos no son más que actores de uno de los episodios más tristes y vergonzosos de la historia de la Humanidad, que con diferentes formas se ha sostenido desde los Babilonios, hasta nuestros días. Es cierto que sólo después de la Revolución Francesa en 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre, se iniciaron los procesos de abolición, bien instaladas las ideas de la Ilustración en los poderes emergentes que representaba la burguesía, que estaba atareada en una incipiente revolución industrial, a la que ya no le interesaba los esclavos, por la baja tasa de productividad que tenían frente al sistema de remuneración de obreros, que aunque mal pagados y con unas condiciones de vida pésimas, producían más, quizá, porque eran libres. Sin embargo, hasta que Dinamarca en 1792 no abolió la esclavitud, seguida, hasta 1860, por el resto de países europeos, los 30 millones de esclavos trasladados a puertos de las Indias americanas o vendidos a los terratenientes norteamericanos, en compañías legales, amparadas por la legislación de sus países, no dejarán de ser una lacra de la que empezaron a avergonzarse los movimientos abolicionistas surgidos en los siglos XVIII y XIX.
¿Pero, podemos decir que hoy la esclavitud ha desaparecido totalmente? Desgraciadamente no. Nuevas formas de esclavismo han ido apareciendo desde su abolición. Si bien es cierto que las instituciones internacionales luchan contra ella, que los gobiernos la tiene abolida oficialmente, la esclavitud el siglo XX y XXI se disfraza para no ser reconocida, aunque es tan difícil ocultarla que muchos gobiernos tienen que mirar hacia otro lado para no verla. La ventaja para los esclavistas actuales es que ahora no tienen que ir a por los esclavos, ellos vienen solitos, además pagando, o los encuentran entre los márgenes más pobres de la sociedad; seres humanos dispuestos a todo con tal de encontrar un salario, por mínimo que éste sea, con el que poder alimentarse o buscar una vida mejor.
Sólo tenemos que asomarnos a la gran explotación de niños que se produce en casi todo el planeta, pequeños humanos que con máxima dedicación al trabajo que se les permite realizar, están llenando las arcas de explotadores terratenientes, multinacionales, o pequeños patronos, sin la posibilidad de una educación que les abra puertas al futuro, sin infancia. Sólo en Latinoamérica 17 millones de niños entre 5 y 17 años son explotados laboralmente, 100 millones en el sur de Asia; en total más de 300 millones en los países más pobres del mundo, con jornadas de 12 y 13 horas. Sin contar las miles de niñas que están en el lado más oscuro de la explotación, al tener que vender sus cuerpos como esclavas.
Otra forma de esclavitud actual es la que sufren los campesinos indígenas en las zonas mas pobres del mundo, que sin medios para pagar sus deudas entregan sus vidas a contratistas privados, en un sistema que recuerda mucho a los siervos de la gleva de la Edad Media. Trabajos forzados de 12 millones de personas que están generando 32.000 millones de dólares de beneficio en el mundo. Una práctica de nueva esclavitud de las que son beneficiarias principalmente las multinacionales, que después venden sus productos en el mundo rico.
Pero quizá la forma más denigrante de esclavitud sea la explotación sexual de mujeres; un flujo de personas controlado por mafias que mueve 100.000 millones euros anuales (18.000 millones en España). Una esclavitud que condena a miles de mujeres a tener que vender su cuerpo al servicio de explotadores sexuales, sometidas a vejaciones, abusos y palizas. Mujeres que son auténticas esclavas sin posibilidad de escapatoria (en 2004 fueron liberadas en España 1.700, obligadas a ejercer la prostitución por proxenetas sin escrúpulos).
Mujeres, niñas, niños, pobres, campesinos agrícolas, indígenas, son los nuevos esclavos del siglo XX y XXI. Una esclavitud, quizá salvo en el caso de la explotación sexual, que no se ajusta a una definición clásica, como la que da la enciclopedia Encarta 2006: “Estado social definido por la Ley y las costumbres como la forma involuntaria de servidumbre humana más absoluta. Un esclavo se caracteriza porque su trabajo o sus servicios se obtienen por la fuerza, y su persona física es considerada como propiedad de su dueños, que dispone de él a su voluntad”. Pero que por ello no deja de tener el perfil histórico de dominación por la fuerza física o la fuerza psíquica, o simplemente por las urgencias de la pobreza. Nada a cambiado en el fondo ni desde Roma, ni desde el buque El Roca Negra, ni desde las novelas de Émile Zola, Charles Dickens o Víctor Hugo, que relataron las nuevas formas de explotación infantil del siglo XIX. Sólo un nuevo maquillaje disimula al esclavo y encubre al esclavista. Por eso es tan importante que la Declaración de los Derechos Humanos sea bandera del mundo globalizado, que los consumidores de los países ricos presionemos a las multinacionales para que pongan fin al sistema de producción esclavista con el que manufacturan sus productos en el tercer mundo. Que lo gobiernos se sientan obligados por los ciudadanos de sus países a encarar el problema y dejen de mirar hacia otro lado. Para que los versos de Nicolás Guillén queden sólo en el recuerdo literario, y no en expresión de la realidad:
¡Qué barcos, qué barcos!
¡Qué de negros, qué de negros!
¡Qué largo fulgor de cañas!
¡Qué látigo el del negrero!
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