LA CIUDAD-MADRE
Por Renée Nevárez, desde Méjico
El eco de la ciudad se arremolina lejos, en el epicentro de su cielo enardecido, por las orillas de su febrero calvo, en la cúspide de sus cerros mudos, grises. La gente avanza por la tira de asfalto pero no llega a ninguna parte, a los mismos puntos: la hermosa catedral ahumada por el descuido, las plazas derruidas como si un ejército hubiera guerreado en ellas y luego se hubiera marchado (olvidando la basura de su reyerta); las calles cuesta abajo, cuesta arriba, desordenadas, atiborradas, difíciles, y sus puertitas insondables, hocicos entreabiertos que no se sabrá jamás a dónde llevan, qué contienen.
Las mujeres salen con afán de invisibilidad; las pobres, por supuesto, las débiles, las jóvenes, las que deben transitar por esas calles, traspasar esas puertas y perderse en el engranaje de aquella absurdidad cotidiana que, sin embargo, se ha hecho costumbre como el propio miedo con el que despiertan, con el que aman, con el que sueñan. Es su pan y se lo comen, lo mal digieren, corre por sus venas y se apelotona en sus espíritus como un virus que luego destrona todo lo demás: la capacidad de respirar, las capacidades.
El pensamiento unívoco es el de protegerse, dar de sí los brazos amorosos y rodear a los suyos con una fuerza que sienten ante el desamparo como de trapo, fuerza moral que ya no es fuerza, que a nadie envuelve. Y las jóvenes, con su cutis cobrizo barnizado y sus ojos como negras estrellas vívidas, se abren a la vida en mitad de la anti vida, y se abre paso la normalidad de su frescura, de su inocencia en el foco del rebaño, del que no es posible distinguir ovejas de las fieras, ni el infame manojo de los bárbaros entre la propia, verdadera humanidad.
Y así mismo esta ciudad-madre, sitiada por el ultraje del sometimiento en favor del crimen, no puede alargar sus brazos para protegernos, como estas madres de la ciudad sin ley. Nadie puede, estamos solos, solos con “ellos”, a su merced.
La ciudad dormita su tristeza del desasosiego, su siempre repentino dolor de la sangre derramada, su desgarradura en cada mirada del terror, lugar por lugar en este laberinto de lugares olvidados, de postigos como fauces pintorreadas, de manos secas, ávidas, vacías.
Un largo silencio se hace grumo a nuestro alrededor, en el eco doliente de la ciudad, en su despiadado sol y su pesadez del aire por las esquinas, y se escucha el lamento cauteloso de las madres que rezan, el pavor de las hijas que tiemblan por cada pétalo florecido de su juventud, y las palabras amordazadas y la fuerza hecha un solo coágulo de los hombres que se acobardan ante la imposible, inconmensurable, desmesurada intención de socorrernos.
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