CARTA A YUE YUE
(La niña china doblemente atropellada e ignorada en medio de la calzada, un día 13 de octubre de 2011)
Querida niña china desconocida para mí, pero niña, mi posible hija, mi posible amor, mi posible tesoro. Te admiro ya tan pequeña, ya tan lejana y te diré por qué... tu ejemplo, tu entrega y renuncia me hablan de estandarte, de pancarta universal que anuncia IGNORANCIA, MISERIA, ANESTESIA. Y tú, tan pequeña, tan inocente, sin saber que aquella carretera iba a estar plagada de ciegos que ven, de patanes esclavizados por la brutal sordera del silencio en el que se refugian para no seguir tragando la vida que les ha tocado o para seguir atiborrándose de la que con aplomo soportan sobre sus hombros, enmascarados por el eco apetecible de la vida cómoda y fácil, locos sin compromiso temerosos de cordura, corazones atestados de ruinas llenas de agujeros por donde asoma su cobardía, deshechos que expulsa la sociedad reventada de toxinas que vierte a sus crías de laboratorio, cuevas infernales de almas escapadas donde ni un minúsculo crepitar de grandeza asoma.
Te pido perdón niña china, en nombre de toda la humanidad a la que represento. Estoy muy preocupada por esto que te ha pasado. Es un símbolo del poder de las bestias ausentes del latir que necesita el alma para bailar al compás de la vida. Eso me hace pensar en el nivel de toxicidad que tienen nuestras mentes, en el envenenamiento que recorre nuestra sangre y que causa ese gélido comportamiento donde ya no distinguimos lo más primario, el derecho a la vida. Si tan dormidos estamos como para privarnos del instinto natural de reacción cuando vemos que hay un ser indefenso ante nosotros y le atropellamos como quien pisa una cáscara de plátano, si tan ajenos a todo lo que concierne más allá del límite de nuestras cabezas, por estar demasiados sumergidos en el interior de nuestros egocéntricos mundos alienados, si tan crueles, si tan míseros como para no saber dónde hay una lágrima, dónde un dolor, dónde una sonrisa, dónde está el horror que supone ver a una niña ensangrentada y atropellada sobre una carretera... renuncio, renuncio y renuncio a creer que podamos llegar a ser eso.
Me pregunto cuántas bofetadas, cuántas borracheras, cuántas distracciones, cuántas guerras necesitaremos para comenzar a darnos cuenta de que el corazón de esa niña está repartido entre todos nosotros, que las lágrimas de esa madre serán las nuestras, que su dolor recorrerá tarde o pronto nuestros corazones, que ese atropello nos habrá aniquilado también a nosotros de alguna forma que aún desconozco. Y quisiera saber cuál es la frontera que un día cruzamos, dónde el límite que hace tiempo ya traspasamos, qué fue aquello que causó la confusión, la imposibilidad de reaccionar ante cualquier angustia que vemos, quizá por lejana, por ajena, quizá estemos demasiado distraídos o debería decir amaestrados... como bestias a quienes venden la palabra “libertad” arrebatada ya desde su origen pero que en un acto salvaje hacemos acopio de su lado más infernal.
Querida niña china, ya no me quedan palabras ni apenas lágrimas, sólo siento rabia, vergüenza ajena, ganas de rebobinar este tiempo, esas mezquinas acciones o mejor dicho, esa preocupante pasividad que portan unos cuerpos que pasan al lado de una niña muriéndose en medio de una calzada, ensangrentada, aplastada, agonizante y la confundamos con cualquier obstáculo en la carretera al que hay que arrollar y esquivar porque nos incomoda y retrasa en nuestros importantes quehaceres.
26 de octubre de 2011
Marisa Pascual.
Desde Madrid. España.
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